Nada mueve menos a mi ánimo que ni tan siquiera mencionar al infausto año 2020, un año representado por esperanzadores patitos y simpáticos dígitos redondos y orondos, pero finalmente henchidos de espinas que les atraviesan y les rebosan a modo de auténticas y letales espículas… El innombrable annus horríbilis no solo ha segado miles de vidas, sino también las miles de ilusiones que comenzaban a asomar a esos otros balcones, los de la esperanza, de quienes nos dedicamos – como decía el bolero, si nos dejan – al noble arte de la construcción.
En términos de nuestra profesión, 2020 ha sido el año del no año, como dirían los mayas, o el de los pasos perdidos de Carpentier, un viraje existencial en el cruce de dos órdenes antitéticos de la realidad, que luchan constantemente: el dual 20-20 no nos ha permitido trabajar, como tampoco no trabajar; no nos ha dejado salir de la atenazante crisis que ya veníamos sufriendo, como tampoco intentarlo; no nos ha impedido caer aún más en los abismos de las estadísticas, como tampoco nos ha permitido salir a flote… Más lejos aún de todo esto, ambas posibilidades de esta cuántica dualidad se han fundido en una sola, confinándose para confinarnos hasta los mismísimos confines de la singularidad, esa zona del espacio-tiempo en la que las leyes humanas pierden toda su efectividad y vigencia.
Y ahí seguimos, en esa border line desde la que no se puede vislumbrar el futuro más que a unos pocos metros vista, unos pocos días… o unos pocos decretos – ley que nos digan – nos prescriban – qué vamos a hacer, si vamos o no a trabajar, quiénes vamos a ser, e incluso, si todo continúa mal, qué y cómo hemos de pensar.
Todo ello, salvo que Fierabrás nos asista, y jeringuilla en mano, nos inocule a todos nosotros su famoso bálsamo para, ya convertidos en rebaño, podamos – por fin – conseguir la ansiada inmunidad. Triste será acabar como ovejita cobayizada, pero peor aún hacerlo, como decía el año pasado, como pez boca arriba flotando en aguas de borrajas.
Mientras tanto… ¡Valor y al toro!